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Ambrogio Spreafico

Obispo católico, Italia
 biografía

   Nunca antes como en este mundo materialista y dominado por las leyes del mercado, en el que cada día instintivamente seguimos la evolución de la prima de riesgo y de las bolsas sometidas a la especulación, se siente la falta de algo esencia, de un puerto seguro que dé un cambio no solo a la economía, sino a la humanidad, permitiéndonos a todos ser al menos más humanos. Pero ¿con qué humanismo? No podemos negar que ha existido y puede existir un humanismo sin Dios, pero como creyentes nos damos cuenta de que al alma humana le cuesta encontrar la verdadera dimensión de sí misma si prescinde de Diso, de una presencia ajena, que interroga al hombre y a la mujer planteando con su presencia la pregunta esencial del vivir y del convivir: ¿cuál es nuestro destino? ¿Cuál es nuestro futuro? ¿Qué respuesta podemos dar al mal en general y sobre todo al mal peor e invencible que es la muerte? ¿Se pueden dar respuestas convicentes y verdaderas a estas cuestiones sin basarlas en Dios? Venimos de un siglo en el que ideologías profundamente ateas, disfrazadas de religiosidad, han exaltado el hombre hasta convertirlo en señor absoluto de la historia. Pero también un humanismo ateo ha ensalzado al hombre como único sujeto y artífice de sí mismo y de la historia. Joseph Ratzinger, pocos días antes de ser elegido papa, escribió: “La verdadera contraposición que caracteriza el mundo de hoy no es la contraposición entre las diversas culturas religiosas, sino la contraposición entre la radical emancipación del hombre de Dios, de las raíces de la vida, por una parte, y las grandes culturas religiosas por la otra. Si se llega a un choque entre culturas, no será el choque entre las grandes religiones –desde siempre en lucha unas contra otras pero que, al final, han sabido vivir siempre unas con otras– sino el choque entre esta radical emancipación del hombre y las grandes culturas históricas” (L'Europa di Benedetto nella crisi delle culture, Bolonia 2005, p. 53).

    “Alzo mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá mi auxilio? Mi auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra", canta en un salmo un hombre mientras sube a Jerusalén entre calles oscuras e inseguras (Sal 121,1-2). En este sentido Dios ha venido entre nosotros a través de su palabra, para nosotros, los cristianos, plenamente manifestada en Jesús de Nazaret, precisamente para revelarnos no solo su ser, sino el nuestro en relación a él, y por tanto para dejar que nosotros lo conociéramos, de modo que pudiéramos descubrirnos a nosotros mismos y no nos perdiéramos. Escribe Heschel: “La Biblia no es la teología de Dios, sino la antropología de Dios, que se ocupa del hombre y de lo que pide, más que de la naturaleza de Dios”. Dios se revela como es en su relación con el hombre y en la solicitud por nosotros. Hoy la exaltación del individuo está cambiando profundamente la estructura del ser humano, que es un ser en relación, capaz de medirse con los demás y de vivir con los demás. La realización de uno mismo no puede producirse sin los demás y, aún menos, contra los demás. La antigua narración bíblica de los primeros capítulos del libro del Génesis nos describe cómo un mundo en el que el ser humano se quiere erigir en señor absoluto de su destino genera solo división y violencia y lleva a la creación de la destrucción. Leyendo atentamente la historia actual, con sus guerras, las pobrezas crecientes, la sistemática destrucción de la naturaleza, la violencia difusa, las injusticias, ¿no estamos obligando a la creación a rebelarse contra la obra del hombre y contra su voluntad de dominio? El orgullo original, que está en el corazón del hombre, que nace cuando se niega a escuchar a Dios, se convierte en matriz de deshumanidad y principio de un proceso de destrucción. La historia de Caín y Abel es solo el inicio de la historia de los hombres que no saben aceptar vivir con quien es diferente porque se niegan a acoger en su vida la humanidad de aquel Dios que quería su bien, tras haber querido su vida.
   La búsqueda de Dios nace de una conciencia humilde de uno mismo, no orgullosa, no dominadora, no autosuficiente, la de una mujer y un hombre que reconocen sus límites, saben sorprenderse ante el mundo y ante los demás, que aprenden a leer la historia no a partir de un yo solitario, que se define no con los demás sino sin ellos, y a veces contra ellos. Los primeros capítulos de la Biblia son una reflexión que intenta reconducir a una humanidad que poco a poco ha perdido el sentido de Dios y, como consecuencia, el sentido de los demás, porque el ser humano se ha “ensalzado” pensando que podía ser como Dios. La decisión de prescindir de Dios lleva a eliminar al hermano, gesto que genera una violencia incontrolable… Precisamente al inicio de la narración del diluvio Dios mismo constata que la violencia dominaba la tierra.
   La narración de la creación de Génesis 1,1-2,3 (4a) propone una idea del universo típica de la reflexión sapiencial: la creación no es solo el origen de los seres inanimados y animados del cosmos, sino que es sobre todo ponerlos en orden. Existe un orden del cosmos que es parte integrante de la creación como proceso activo. La creación se configura como orden de elementos contrapuestos introducidos en el cosmos mediante separación. La luz se separa de las tinieblas, el día de la noche (I y IV días), las aguas superiores de las inferiores mediante el firmamento (II día). La separación, que es el origen del orden cósmico, es uno de los primeros pilares del proceso creativo. La encontramos el cuarto día, situado ilógicamente en el centro de la estructura de los siete días, pues precisamente cuando se reconoce la obra de Dios se hace realidad la creación (es el sabba judío, el domingo de los cristianos). Al orden cósmico le corresponde un orden entre los seres vivos, según el cual el hombre está llamado a dominar sobre el reino animal, y un orden ético en la relación entre hombre y Dios y hombre y hombre. El diluvio no es más que la manifestación cósmica de un desorden que es originalmente ético: “Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo" (6,5; cfr. 6,11-13). La decisión divina es, antes que un castigo, una constatación: “He decidido acabar con todo viviente, porque la tierra está llena de violencias por culpa de ellos” (6,13).  El desorden ético provoca el desorden cósmico: las aguas superiores se unen a las inferiores provocando el fin de la vida que forma parte del comportamiento del hombre. Es la anticreación. El diluvio no es más que la manifestación cósmica de un proceso anticreativo a nivel ético. Los elementos opuestos se mezclan y asolan la vida.
   “Dios se arrepintió de haber creado al hombre” – La reacción divina a la maldad humana se manifiesta mediante un sentimiento (“arrepentimiento”) y una decisión (“borraré”). ¿Existe en Dios una voluntad de mal contra el hombre y contra el cosmos? Imágenes de un Dios con rasgos violentos abundan en el Primer Testamento. Aquí Dios, ante el mal, “se arrepiente" de haber creado al hombre, de haber dado comienzo a una historia de consecuencias desastrosas en el plano ético. Ante el mal Dios reacciona. Otras veces la reacción divina se manifiesta con la ira, que Heschel define como “el fin de la indiferencia”. El arrepentimiento de Dios por una acción que ha llevado al mal y a su ira es ante todo la expresión de una profunda disociación entre Dios y el mal, que en este caso ha afectado a toda la creación como un proceso irreversible. Eso lleva a Dios a tomar la decisión de eliminar a todo ser vivo. La intención divina consiste en volver a empezar retornando a la decisión original, que nace de una oposición al mal aplicada en la creación. Pero la pregunta sigue abierta: ¿se trata de un castigo, de un castigo divino? Diría que la decisión de Dios manifiesta el proceso anticreativo desatado por el hombre, al que Dios se opone en el intento de reconstruir el orden cósmico.
   La intención divina es clara en la elección de Noé, que “halló gracia a los ojos de Yahvé” porque era un hombre justo, el único que se distancia de la “maldad” de los hombres. Con el diluvio se vuelve al caos primordial, originado por el caos ético de un mundo sin Dios. Dios interviene renovando la bendición que había dado comienzo a la historia humana (“sean fecundos y se multipliquen sobre la tierra": Gn 8,17; cfr. Gn 1,22.28;9,1-9) para que ser recomponga el orden de la creación. La bendición del capítulo 9, que marca un nuevo inicio en la historia humana, incluye una norma ética que protege la vida del hombre y evita que caiga en el caos. El texto reafirma la idea del hombre hecho a imagen de Dios (9,6), fundamento de una humanidad que no se puede atribuir el derecho de matar. Parece que el texto considera esta norma como condición esencial para que se mantenga el orden y la paz cósmica y vea en el asesinato de Abel el inicio del caos cósmico. La vida está en manos de Dios, porque el hombre fue creado a su imagen. Nadie puede eliminar a su semejante. Solo defendiendo esta norma se hace realidad la bendición divina manifestada en el mandamiento "creceos y multiplicaos". La historia humana se hace realidad no solo cuando se engendra sino también cuando se defiende la vida.
   El pacto entre Dios y Noé sanciona el nuevo orden de la creación y es una promesa de paz para el hombre y para la creación. Por primera vez en el Génesis aparece el término be rit (6,18). El pacto tiene aquí un carácter de una promesa unilateral de vida por parte de Dios. Es una garantía del nuevo orden cósmico y ético, marca el nuevo curso de la historia humana. Este pacto tiene algunas características: a) El pacto es con Noé, con todos los hombres y también con los demás seres vivos. Dios se compromete en la historia a salvar al hombre; b) Este pacto implica la decisión de no destruir más al hombre (vv.11.15); c) Existe un signo del pacto: “el arco en las nubes” (vv. 13-16). Una arma, el arco, se convierte en signo de paz. La alianza divina elimina, es más, transforma un signo de guerra en un signo de paz. Esta es la voluntad de Dios para el mundo y la historia. Este es, podríamos decir, el rostro humano de Dios como se revela a Israel y a la humanidad. Por eso el hombre, solo si busca a Dios, se encuentra a sí mismo.