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Tíscar Espigares

Communauté de Sant’Egidio, Madrid
 biographie
El título de la mesa redonda que nos reúne, que aborda uno de los mayores desafíos para nuestro mundo, contiene, a mi juicio, los dos términos fundamentales para afrontar la realidad de la migración, ese movimiento de personas que se ven obligadas a abandonar su país en busca de un futuro en otros lugares. Estas dos palabras son: dolor y responsabilidad.
El dolor del migrante:
Una primera premisa de la que todos deberíamos partir es que a nadie le gusta verse obligado a abandonar su casa en busca de un futuro que no se ve en el propio país, teniendo que afrontar en muchos casos viajes peligrosísimos donde se corre el riesgo de perder incluso la vida (aquí en España estamos acostumbrados, demasiado acostumbrados, a las noticias de las intercepciones de pateras que intentan llegar a nuestras costas, y a esa pérdida de vidas humanas que es una hemorragia constante y atroz: se calcula que en los últimos 20 años han muerto once mil seres humanos en el mar, en su intento de llegar a Europa). Además de un gran dolor, migrar es un gran peligro para la vida. 
Pero se migra, se migra porque hay muchas regiones de la tierra donde no se ve futuro, por ejemplo por el hambre: baste recordar la reciente cifra de la FAO para este año 2010: el 14% de la población mundial padece hambre crónica (925 de 6800 millones de personas); o por la guerra. Se migra por los años de vida robada por el simple hecho azaroso de haber nacido en una parte del mundo (España es el sexto país del mundo con mayor esperanza de vida al nacer (80.9 años), mientras que en Mozambique, por ejemplo, cada niño que nace sólo puede esperar vivir unos 42 años, prácticamente la mitad de la vida). (Datos de Naciones Unidas 2005-2010). Se migra porque en este mundo existen demasiadas desigualdades que son insostenibles.
En este sentido hay que decir que la migración contribuye a equilibrar esas desigualdades redistribuyendo la riqueza. Fijaos: las remesas que los inmigrantes envían a sus países, incluso a pesar de la crisis, han aumentado exponencialmente: de 130.000 millones de dólares en 2000 a 414.000 en 2009 (datos OIM). 
Se comprende mejor el valor de estas cifras si tenemos en cuenta que el total de la ayuda oficial al desarrollo de los países del CAD (Comité de Ayuda al Desarrollo) no llegó si quiera a 120.000 millones de dólares en 2009. Es decir, menos incluso de lo que todos los inmigrantes enviaron a sus países en 2000, y aproximadamente la cuarta parte de lo que enviaron el mismo año 2009, incluso con la crisis. Por tanto, se podría  decir que la más eficaz ayuda al desarrollo es la acogida a los inmigrantes, que además produce riqueza en los países receptores.
Pero volvamos al dolor, un dolor que es todo lo que ya hemos dicho mas la soledad, la pobreza material, el desprecio con el que muchos te miran, la dificultad de moverte en un país del que no conoces el idioma, la preocupación por los hijos que has dejado en tu país al cuidado de los abuelos…y tantas otras cosas.
 
La responsabilidad de la acogida
¿Qué hacer ante todo este dolor?
Estamos acostumbrados a escuchar respuestas del tipo: los inmigrantes son ya demasiados, algunos generan problemas de convivencia… En muchos sitios se intenta disimuladamente equiparar inmigración con delincuencia, se dice también que no tienen nuestra cultura, o que no quieren insertarse (pensad en el caso de los gitanos….). 
Todos estos argumentos se podrían rebatir: 
“Son demasiados”: ¿nos escandaliza que el 3% de la población mundial sea migrante y no nos escandaliza que un 14% padezca hambre crónica? Por otra parte, el que delinque debe ser juzgado de acuerdo a la ley, pero el que delinque es siempre una persona y nunca todo un pueblo (no se puede decir, por ejemplo, que los gitanos rumanos son delincuentes porque algunos hayan delinquido). “Que no quieren insertarse”: en España tenemos el ejemplo de la perfecta integración de muchos gitanos españoles, habría que preguntarse hasta qué punto esa aparente “no integración” no es más bien fruto de las condiciones de marginalidad y pobreza en que viven muchas de esas personas.
En todo caso, debemos reconocer que todas esas objecciones son prejuicios fruto del miedo, y el miedo es siempre un mal consejero. Además, todos estos prejuicios acaban convirtiéndose en cultura, en una cultura del desprecio del otro. Y el desprecio conduce mucho más rápido de lo que se piensa al odio y a la violencia.
Yo creo que algo que tiene mucho que ver con la respuesta que la sociedad da al fenómeno de la emigración es la falta de una visión de futuro en los países que hoy son destino de la migración, hay una falta de sentido, de una misión en el mundo, que se podría aplicar a toda Europa. Pero ¿de qué sirve Europa si no tiene un sentido para el mundo? ¿Qué queremos hacer de Europa, una fortaleza de bienestar en medio de un mar agitado por la violencia y la pobreza? Europa no puede ser solo la excusa o el “cajón de sastre” donde reunir todos los nacionalismos descontentos, sino una construcción auténtica capaz de integrar a diferentes pueblos en la diversidad y con una visión universal. Yo creo que cuando hablamos de migración se debería hablar más en estos términos y no sólo en términos de seguridad, de capacidad de acogida o delincuencia, que sólo nos vuelven más miopes y nos alejan de la raíz auténtica del problema: el dolor de todo un mundo de pobreza y la incapacidad de nuestros países europeos de asumir la responsabilidad de construir un mundo mejor. 
Seguramente no será una empresa fácil, pero tampoco es imposible.
Lo verdaderamente cierto es que la seguridad que dan los muros es la seguridad de una prisión. Y eso no es estar más seguro sino estar encerrado. La tentación de los muros es la más fácil, pero lo que precisamos son puentes, y no muros. El desafío de construir puentes es mucho más arriesgado que levantar muros. Pero es el único futuro. Los muros nunca pueden ser la respuesta, son más bien causa de violencia. No se puede vivir ignorando todo un mundo que vive sumergido en el dolor y en la  pobreza. 
Por tanto, hay que decir que la respuesta de expulsar, la respuesta de "no querer ver" lo que ocurre más allá de nuestras fronteras, no es una respuesta responsable. Hay que encontrar otra respuesta. La hospitalidad humaniza a una sociedad que, a base de defenderse, se deshumaniza. La acogida es, ante todo, la capacidad de acoger al otro, al que es diferente a mí pero igual en la condición fundamental de ser humano, es reconocer la humanidad que hay en el otro, por encima de cualquier otra diferencia que nos separe, religiosa, cultural, étnica o del tipo que sea. Ante el dolor del otro la indiferencia no puede ser una respuesta, porque la indiferencia nos deshumaniza, nos impide reconocer al ser humano que hay en el otro, y es la antesala de respuestas violentas que por desgracia también conocemos. Una sociedad sin compasión no es humana, y persigue la senda de su propia destrucción.
Europa nació de las cenizas de una guerra y de un holocausto que destruyó la vida de unos seis millones de judíos y de unos 700.000 gitanos, y nació con una vocación solidaria y pacificadora. Precisamente en la  Declaración de Schuman del 9 de mayo de 1950 se decía “La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas. … Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”. A cada uno de nosotros nos compete llevar a cabo esos gestos concretos de solidaridad que hagan de Europa ese espacio de humanidad y de acogida que está inscrito en sus cromosomas, porque es nuestra vocación, nuestra cultura y también nuestro futuro.