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Armand Puig I Tàrrech

Théologien catholique, Espagne
 biographie

Nuestro tiempo está marcado por grandes contrastes. Hombres y pueblos se encuentran unos al lado de los otros, la mayoría de las veces sin haberlo escogido, sino sencillamente arrastrados por la misma fuerza de la historia. Las migraciones son constantes en todos los continentes. Los hombres de Burkina Faso bajan a Costa de Marfil a buscar el pan que no tienen en su casa. Las minas de Sudáfrica están llenas de trabajadores de Mozambique que han tenido que dejar sus familias y desplazarse por unos cuantos años a un país donde el oro y el SIDA van juntos. Los gitanos rumanos, obligados por una situación económica de gran penuria, se desplazan a los países de Europa Occidental, buscando una vida mejor que a menudo les es negada, en nombre de la seguridad ciudadana y de un puñado de votos, por parte de los que gobiernan: no hay nada más fácil que fomentar el miedo en nombre del bienestar y presentar a los gitasnos como unos indeseables sociales. Los hombres y mujeres de América Latina se gastan lo que tienen y lo que no tienen para comprar un billete de avión a Europa y se convierten, en nuestros países, en un elemento necesario de los cuidados que merecen los ancianos y los enfermos. El mundo, que era un conjunto más o menos aislado de pueblos y de culturas, se ha convertido en un mosaico, es decir, en un entramado de colores diversos que ha cambiado la fisonomía de los paises de los cinco continentes. La globalización económica y social ha comportado movimientos de pueblos y de personas a escala mundial.

Ahora bien, nadie camina sin pertenencias ni identidades. Se camina con equipaje, grande o pequeño, lujoso o miserable, y se camina, sobre todo, sin abandonar la propia identidad: las costumbres, la lengua, la comida, la manera de vivir, las convicciones y, naturalmente, la propia religión. Incluso, el hecho de instalarse en un país diferente del de origen, provoca a menudo, una reafirmación de lo que define a las personas. En muchos casos crece el sentimiento de identidad, y uno lo quiere expresar con fuerza, quizás para evitar perder algo que uno piensa que está en peligro en un mundo que se parece poco al mundo del que se proviene. Las sociedades occidentales tienen unos modelos de vida personal que, en muchos momentos, son inaceptables para los que llegan de otras culturas y, por el contrario, los que llegan a Occidente son acusados a menudo de no aceptar los usos propios de la sociedad que los acoge. Hablo naturalmente de dos posiciones extremas, ya que, afortunadamente, en muchas ocasiones se produce una aproximación entre las personas autóctonas e immigrantes que ven la convivencia como el único camino posible y necesario.

En este marco, ¿cuál es el papel de las religiones? ¿Pueden la religiones contribuir a la convivencia entre hombres y pueblos, incluso en medio de una crisis que castiga a todo el mundo, pero en particular a los inmigrantes? ¿O bien las religiones son sólo un reflejo de unos sentimientos individuales, con pocas repercusiones en el entramado social? La respuesta a estas preguntas depende de la vivencia religiosa de cada persona. El hombre y la mujer que tienen una fe religiosa profunda quieren expresarla no de forma escondida sino de manera abierta y libre.

Quieren tener posibilidades de reunirse con los que comparten con ellos un mismo credo, y hacerlo en el marco de un respeto recibido y ofrecido. Cualquier religión es personal y comunitaria, y al mismo tiempo cualquier religión encuentra en sus raíces, en su ADN, una vocación a la paz y a la concordia, a la convivencia y al entendimiento. Criminalizar a las religiones como causantes “naturales” de conflictos, es confundir la esencia de cada religión, su credo lleno de ideales, con la práctica de esta religión por parte de algunos de sus miembros que la desnaturalizan y pervierten. No se puede confundir una religión con algunas de sus expresiones que, desafortunadamente, están sometidas a ideologías que estropean el auténtico espíritu de los que la practican, la interpretan y la viven. Me pregunto por qué toda religión,  vivida  y propuesta auténticamente, es de paz, y no de conflicto y confrontación. Una religión es la respuesta del ser humano a la voz divina, que compromete a toda la persona y le da una esperanza que va más allá de las dificultades y del cansancio de la vida. Por esto, Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant Egidio, ha podido afirmar recientemente que “la sociedad necesita la religión”. En efecto, una religión es un fermento de paz que ayuda a construir una relación justa y pacífica entre las personas.

La razón de este carácter positivo y constructivo es la base sobre la cual se fundamenta la religión, es decir, la confianza y la adhesión a un Dios único, creador y Padre de todos y de todas. Dios no ha diseñado la humanidad para que se hunda en el odio entre unos y otros, sino para que sea la casa común que preserve la vida de todos. El Dios de la paz, el Dios que es paz y que es fuente de bendicción incondicional e indiscriminada, sostiene al hombre religioso y lo guía por caminos de justicia y de verdad: “Paz” es el nombre de Dios.

Querría ilustrar esta última afirmación con una experiencia que tuve en Jerusalen cuando tenía 25 años. Era el año 1978, había llegado a la ciudad santa pocos días antes, y quise perderme por sus callejuelas, para percibir el aroma de las piedras y de la tierra que había pisado el rey David y Jesús de Nazaret, el profeta Muhámmad y los apóstoles de la Iglesia naciente. Entré, pues, por la puerta de Damasco, en el norte de la ciudad con la intención de dirigirme a la iglesia del Santo Sepulcro o de la Anástasis (resurrección). Al poco rato, entré en la zona de tiendas donde la mayoría era musulmana. La palabra “salam” (paz) era constante entre la gente que iba y venía, de los compradores y de los vendedores, una multitud abigarrada de personas que se movían en medio de un mercado donde los olores intensos de las especies y del café ayudaban a entender mejor la amistad y la acogida. Después de un rato, cambiando de dirección entré en una zona con menos ruido. De repente dos judíos ortodoxos que subían de rezar en el qótel, el Muro del templo, conversaban animadamente y, cerca de mi, se separaron. De repente, se oyó un sonoro “shalom” (paz), mezclado con las palabras de despedida. Un rato más y finalmente entré en la iglesia del Santo Sepulcro, donde se celebraba un oficio litúrgico cristiano. Allí, en medio de las velas, del incienso, de los cantos y de las oraciones, resonó por tercera vez la palabra que hacía rato me acompañaba: “irini” (paz). Era el saludo pascual, el que Jesús resucitado dirige a sus discípulos: “Paz a vosotros”. Jerusalen había hecho honor a su nombre (visión de paz) y su condición de “escalón de Dios”, aceptada por todos aquellos hijos de Abraham que se dirigen “al Dios vivo y verdadero”. El nombre de Dios es “paz”.

  Llegados a este punto, alguien podrá tener la tentación de reaccionar con escepticismo. Y podría decir: “Acepto que toda religión sea un fermento de paz, ya que está basada en el Dios de la paz, pero me resulta difícil comprender que una religión pueda establecer un diálogo de paz con las otras religiones, vista la confrontación entre religiones que tantas veces ha dominado la historia humana”. Y aun más: “La imagen de una Jerusalén en paz, signo de las religiones en paz es bonita pero del todo irreal”.

  El escepticismo es hijo del realismo, pero el realismo, a menudo, es hijo del miedo y de la dificultad que tenemos de cambiar. Preferimos vivir en la inercia de una situación, más que en la esperanza de un cambio. Nos hemos acostumbrado a ser muy realistas y prudentes, por no decir desconfiados, personas que se atan las manos y se tapan la boca cada día. Pero, ¿puede ir adelante un mundo que se resigna a no dialogar? ¿Tiene futuro una religión que se queda encerrada en ella misma y no quiere encontrarse con las otras?

Las religiones están hechas para el diálogo, para la convivencia, para la paz. Tienen en su interior, a menudo de forma escondida, grandes capacidades para establecer puentes las unas entre las otras, para compartir la misma pasión a favor de la humanidad herida. Sobre todo Occidente necesita volver a encontrar al Dios que habla, no puede vivir de espaldas a Él. Como si no existiera. El creyente que llega al fondo de su creencia, descubre el diálogo, lo que le permite salir al encuentro del otro sin poner exigencias y condiciones previas.             

Hace 25 años que la comunidad de San Egidio recogió la antorcha del siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II y promueve la Oración por la Paz. La peregrinación de los buscadores y constructores de paz pasa, este año, por nuestras tierras y, especialmente, por la ciudad de Tarragona. Es, por lo tanto, un momento significativo, que invita a entender cómo es que cada año hombres y mujeres de religión han querido encontrarse –y subrayo la palabra “querido”- en una ciudad diferente para rehacer, en nombre de Dios, el mosaico de la paz, una paz posible y necesaria, deseada y difícil, bella y fruto de un fuerte compromiso. Cada año centenares de personas se desplazan desde sus países de origen y aceptan una invitación que sólo tiene detrás de sí la fuerza de la amistad y la convicción del diálogo. Las religiones se vuelven a encontrar y construyen una imagen de alcance mundial, que no contiene ningún sincretismo ni orgullo, sino que se forja con la paciencia y el gusto por el reencuentro. Por eso creemos que el diálogo entre las religiones no es una quimera, porque aquel profeta que fue el Papa Juan Pablo II lo inició y los frutos de un cuarto de siglo han demostrado su viabilidad y grandeza. El espíritu de Asís, ciudad donde se iniciaron las Oraciones por la Paz, es una realidad intensa y extensa, que ha atravesado el mundo entero y nos ha hecho sentir a todos hijos e hijas de un mismo Dios. Es necesario darle gracias.

La experiencia de estos 25 años, en los cuales el espíritu de Asís ha soplado por Europa y por el mundo entero, demuestra que nada puede desanimar a los que trabajan por la paz y rezan para que se difunda por toda la tierra. Ni el dardo lanzado contra la paz ente las religiones y los pueblos hace ahora nueve años, el 11 de septiembre 2001, con el ataque inhumano a las Torres Gemelas, ha podido ahogar el espíritu de Asís, más fuerte que todas las agresiones e inhibiciones. La guerra y la barbarie son el resultado de la prepotencia y del odio, y por tanto son enemigas de la paz. No hay ningún creyente que pueda justificar la masacre de seres humanos diciendo que ésta es la voluntad de Dios. Matar en nombre de Dios es una blasfemia. Por eso el atentado a las Torres Gemelas fue un atentado contra Dios y contra la humanidad. Nueve años después, es necesario volver a afirmar el espíritu de Asís y decir que este espíritu es el camino justo para que las religiones se encuentren. Si las oraciones a favor de la paz continúan subiendo al cielo, ninguna fuerza poderosa maligna podrá impedir que crezca el diálogo entre las religiones, que los hombres y mujeres espirituales se conozcan y se encuentren. De hecho los protagonistas del diálogo entre las religiones tienen que ser personas guiadas y sostenidas por el Espíritu de Dios. La dictadura del materialismo reduce a la persona a un ser sin grandes esperanzas, pendiente sólo del último reclamo publicitario o del último deseo. Por eso muchos buscan la seguridad a cualquier precio, como si la felicidad dependiera de la capacidad de “tener más” y el objetivo único de la vida fuera uno mismo y la propia realización. Por eso la paz tiene como actores a los que no se dejan esclavizar por ninguna dictadura –tampoco el materialismo- y construyen dentro de ellos el hombre espiritual, “apasionado por hacer el bien” (Titus 2, 14). ¿Y hay un bien mayor que la paz? El diálogo entre las religiones no puede ser una táctica o una pauta de tipo burocrático, sino que tiene que nacer de personas que, por todos lados, vivan con una fe libre y misericordiosa. De esta manera la paz irá llegando de manera concreta y directa, y en las ciudades y los pueblos los creyentes en el Dios de la paz se rconocerán los unos a los otros, en la medida en que la palabra y la simpatía sustituyan la desconfianza y la paz. Las religiones tienen delante suyo un camino largo y fecundo, llamadas a construir la paz y a ser banderas de paz entre los pueblos.