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Armand Puig I Tàrrech

Catholic Theologian, Spain
 biografia

 El momento actual se caracteriza por la confusión y el desconcierto. Me pregunto qué están globalizando unas sociedades que se sienten compañeras de viaje pero que actúan como si fueran enemigas o, por lo menos, desconocidas. No existe, ciertamente, un proyecto global que diera razón de las afinidades que se descubren entre las personas que viven en un mundo cada vez más globalizado tecnológica y económicamente. Uno puede consumir, por ejemplo, un producto “made in China” y desconocer el país que lo ha producido, sus gentes, sus costumbres, su modo de vivir, sus creencias, su sistema político. Estamos cada vez más cerca y cada vez más lejos. Los “otros” nos interesan al máximo como curiosidad antropológica pero no como personas con las que convivir. Las afinidades con los mundos lejanos no nos conducen a una visión global y globalizante.

 
Este desconocimiento del otro comporta desconfianza hacia él. Como se ha observado a menudo, la explosión de lo global ha significado una acentuación de lo local. Nadie se resigna a perder su identidad, ni en el registro cultural –la lengua es un factor esencial de la cultura– ni en el registro de la historia –el retorno a las tradiciones y la evocación de los orígenes forma parte de muchas iniciativas que se toman hoy en día. Muchos populismos se aferran a este punto y elaboran discursos de afirmación absoluta de lo propio y de rechazo total de lo ajeno. Y ahí reside el engaño. Por una parte, se piensa que entre global y local existe una contraposición insalvable. Así pues, se acepta al “otro” que pertenece a mi grupo o etnia y se rechaza al “otro” que está fuera del círculo de los que considero propios. Hay pues dos tipos de “otro”: el que está cerca de mi, mi “prójimo”, y el que está lejos, mi “no-prójimo”, el connacional y el refugiado, el autóctono y el extranjero, el del país y el venido de fuera.  Por otra parte, se piensa que para proteger lo local de lo global se deben levantar muros (o alambradas o verjas) que no puedan ser traspasados y colocar sistemas de detección o de disuasión que impidan que el “otro” global penetre en el territorio del “otro” local.       
 
Este planteamiento conlleva, como hemos dicho, confusión y desconcierto, incluso rabia. En efecto, la “solución” disuasoria no resuelve la dialéctica entre lo que es local y lo que es global, más bien agudiza las situaciones y las convierte en generadoras de conflictos. Las poblaciones se dividen, azuzadas por declaraciones de personajes de la escena pública que en muchos casos solo pretenden sacar réditos grupales o electorales de lo que afirman. En vez de reconducir la situación, se trata de tensar la cuerda para que suba la tensión y penetre dentro de las personas el peor de los enemigos: el odio y el desprecio, que es la versión “light” de aquel. Uno quisiera perder de vista lo que provoca el conflicto y para ello se indigna con los náufragos, considerados causantes del suceso, en vez de razonar sobre la legitimidad de la decisión de no dejarles desembarcar, que se presenta, además, como llena de coraje y protectora de los intereses de los ciudadanos cuando de hecho carece de la humanidad más elemental.    
 
Estamos asistiendo a la globalización de la inhumanidad. Cada día se constata una pérdida creciente de humanidad, impulsada desde determinados poderes fácticos, que lentamente cambia el corazón de las personas. Parafraseando la metáfora profética (cfr. Ezequiel 36,26), se puede afirmar que los corazones de carne pasan a ser de piedra. La sensibilidad de las personas se difumina y las imágenes del sufrimiento de los pobres de la tierra se convierten en algo inocuo. Es frecuente pasar de largo por el otro lado del camino cuando alguien se encuentra tendido en la necesidad, o bien banquetear profusamente mientras los lázaros del siglo XXI recogen las migajas que caen de las mesas exuberantes de los que solo piensan en sí mismos. El foso entre los países ricos y pobres se ahonda, y nadie quiere perder el bienestar que posee, aún a costa de dejar en suspenso la humanidad de tantos seres humanos. ¿Pueden las sociedades globales cambiar una tendencia que parece general y condena a tantas personas a una vida carente de dignidad?
 
La respuesta a esta pregunta pasa por la propuesta de un “humanismo espiritual”. En el año 2012 Andrea Riccardi presidió la Cátedra del Colegio de los “Bernardins” en París y pronunció la lección inaugural de la Cátedra sobre el tema “La globalización, una cuestión espiritual”. En esta lección el Prof. Andrea Riccardi se refirió a la “desestructuración de la proximidad” con tres crisis consiguientes: la relativa a la fraternidad, a la cercanía a los pobres y a la comunión entre las personas. La lectura espiritual de la globalización lleva a constatar que lo que está sucediendo es una crisis antropológica cuyas raíces se encuentran en lo más íntimo de la persona humana. En el núcleo más íntimo de cada ser humano se juega una alternativa decisiva entre el “yo” y el “nosotros”. Por una parte, aparece el “yo”, cargado de razones para erigirse en el protagonista absoluto de una historia construida sobre sí mismo. Por otra parte, emerge, no sin dificultades, el “nosotros”, el sujeto colectivo, que crea espacios de fraternidad y de comunión los cuales hacen posible los proyectos de transformación que la humanidad necesita. 
 
La pregunta es sobre cómo se debe propiciar y realizar el paso al “nosotros” en una circunstancia como la actual dominada por un individualismo sin tapujos, que se manifiesta continuamente en mensajes genéricos del tipo “tú, primero”, “cuida de ti mismo, que nadie lo hará por ti”. La única forma de conseguir el sorpasso del “yo” es el fortalecimiento de un humanismo espiritual que crezca en el humus del “nosotros”, el humus que constituye la gran familia humana. El humanismo espiritual se plantea pues en términos colectivos, ya que nace y crece con el “nosotros” y con lo que une a todos los seres humanos. Precisamente el espíritu de Asís, que se plasma en este encuentro caracterizado por el diálogo y la amistad, tiene como punto de partida aquello que une a todos los hombres: su humanidad. En efecto, como decía el Cardenal Poupard en la Oración por la Paz de Milán (2004), “la humanidad es el corazón de un humanismo auténtico”. Examinemos la palabra “humanidad” y sus dos significados. 
 
Cada ser humano está unido al otro por el hecho de compartir la misma condición humana y pertenecer a la misma “humanidad”: un hombre reconoce siempre a otro hombre, y lo hace a partir de los diversos lenguajes (verbal, corporal, gestual, simbólico) que son como puentes tendidos entre las personas. El reconocimiento del otro implica la creación embrionaria de un “nosotros”, la primera célula de una humanidad incipiente pero real y efectiva. Es la humanidad que surge en el Edén, allí donde Adán y Eva se encuentran y se reconocen, y se hablan. La palabra es el signo inequívoco de la aparición de la condición humana. Sin embargo, en el Edén no son dos sino tres: Adán, Eva y Dios, que baja a pasearse por el jardín y habla a la humanidad que él mismo ha colocado en un lugar lleno de dignidad. Desde el primer momento Dios está al lado de los seres humanos y forma con ellos, hasta cierto punto, un “nosotros”. La humanidad se constituye como un “nosotros”, pero teniendo a Dios como alguien cercano a ella, que la sostiene y la orienta en su camino, renovado después del pecado.    
 
De esta observación arranca el segundo sentido del término “humanidad”. La humanidad es lo propio de lo humano. Decimos, por ejemplo, que “esta persona tiene humanidad”, es decir, que es capaz de conmoverse ante el que sufre, de experimentar la misericordia hacia quien se encuentra al borde del camino sin fuerzas ni coraje, de acercarse a quien está triste o perdido en la mente o en el espíritu. Aquí el “nosotros” aparece en la medida que el “yo” se apaga, y surge una energía de amor y de compasión que está escondida en lo que cada ser humano tiene de más sublime: ser imagen de Dios, creado a semejanza de Él. Dicho de otra forma, el “nosotros” está dentro de cada persona, como un tesoro escondido en el campo, que espera que alguien lo saque a la superficie. Cuando el “yo” entra dentro de sí mismo y encuentra el “nosotros”, en este momento brolla y brilla el humanismo espiritual.                       
 
En efecto, el humanismo espiritual se funda en la cultura del encuentro y de la alteridad, de la amistad y del diálogo, es decir, en la cultura del “nosotros”, que aparca al todopoderoso “yo” y desactiva sus pretensiones de dominio. La recuperación de lo que es realmente humano conduce a la formación de un humanismo que no es pura filantropía ni simple discurso intelectual, que no teje sus redes en la playa del asistencialismo sino que va mar adentro, allí donde están los pobres y los enfermos, los heridos y los que no tienen esperanza. Este es un humanismo espiritual porque comprende la persona en todas sus dimensiones y se detiene en cada una de ellas, sin dicotomías de ningún tipo, sin preguntarse qué pertenece al cuerpo y qué pertenece al espíritu. 
 
Esta visión comprensiva de la persona es propia del hombre espiritual, que vive atento al “otro”: al Otro que es el Creador y a los otros que son sus creaturas. El hombre espiritual ha descendido al interior de sí mismo y ha encontrado el rastro y la presencia luminosa de Dios y de su Espíritu, que renueva la faz de la tierra, es decir, el mundo global. No se ha limitado a la introspección, que es un conocimiento tenue, en el que no hay combates espirituales contra el mal y en el que solo prima la búsqueda de sensaciones y situaciones de bienestar. La introspección, como la llamada “autoayuda”, representa el triunfo del “yo”. Por el contrario, el hombre espiritual no se resigna a un discurso de tranquilidad mental sino que pone en el centro de su vida las aventuras y las búsquedas espirituales y fraternas, los desvelos hacia los pobres, el gran pacto que une al Dios de la paz con los hombres y mujeres de buena voluntad que habitan en todas las tierras.      
 
La muerte de Dios es la muerte del hombre, la indiferencia ante el Creador tiende a relegar a sus hijos e hijas. El hombre auténticamente espiritual se deja conducir por el Espíritu y conjuga en primer lugar el verbo “convivir”, vivir conjuntamente. El papa Juan XXIII escribía en su encíclica Pacem in Terris que «el hecho de vivir juntos debe ser considerado ante todo como un hecho espiritual” (n. 31). El humanismo espiritual es la respuesta a los retos del mundo global, que debe caminar hacia la civilización del amor y de la paz. El papa Pablo VI afirmo en su encíclica Populorum Progressio: “un diálogo sincero entre las civilizaciones es creador de fraternidad” (n. 73). Caminar hacia la fraternidad universal, la que no excluye a ningún ser humano, la que integra a los de lejos con los de cerca, la que empuña la antorcha de la paz: este es el objetivo del humanismo espiritual que el mundo global necesita.