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Filaret

Metropolita ortodox, exarca de Bielorússia, Patriarcat de Moscou
 biografia

La Santa Trinidad y la Sagrada Familia: iconos
del ser y de la salvación del género humano

 

Ilustres participantes y organizadores de este encuentro!

Os saludo a todos y os doy las gracias por haberme dado la posibilidad de compartir algunas reflexiones sobre qué significan para nosotros las imágenes de la familia en la vida espiritual y comunitaria.

En primer lugar quisiera subrayar que entre todos los significados de la palabra “imagen” yo elijo el de “icono”: en el léxico cristiano de la lengua rusa estos sustantivos son perfectamente sinónimos. Precisamente esto nos ayuda a no perder nuestra identidad en un mundo lleno de falsas imágenes de consumo, del placer y del éxito a cualquier precio…

En los respectivos países, todos somos testigos de que el contenido y el sentido de la vida contemporánea han quedado reducidos a mercancía, y se han devaluado. El mismo ser del hombre pierde su significado original que es el de estar hecho a imagen y semejanza de Dios, Omnipotente y Creador de todo.

Los medios de comunicación, la cultura y la publicidad de masas acostumbran al hombre desde la infancia a la idea de que su personalidad es semejante a un vestido: según esta visión es fácil crear, modificar, renovar o cambiar radicalmente tanto el aspecto exterior como el interior. Para muchos, la vida misma es similar a un juego en el que se puede entrar con el semblante de cualquier personaje… Sin embargo, desgraciadamente no es siempre fácil salir del rol asumido, y la máscara del mal, del vicio o de la locura pueden apegarse establemente al rostro…

En consecuencia, el hombre ya no siente el deber de ser íntegro y determinado: le basta simplemente con parecerlo en algunas circunstancias.

No es casualidad que, entre los dichos populares rusos, hay un consejo eficaz: “cuando algo parece, es necesario hacerse el signo de la cruz”, es decir, acordarse de Dios.

El sentido de la vida cristiana es ser digna imagen y semejanza de nuestro Padre celestial. La imagen del hombre perfecto se nos ha mostrado a través del Hijo de Dios e Hijo del Hombre, Jesucristo. Precisamente Él nos ha enseñado a dirigirnos a Dios, “Padre Nuestro”, en la más importante oración cristiana (Mt 6,9-13); precisamente Él nos ha animado, durante los siglos y milenios sucesivos, diciendo: “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, os enseñará todo y os recordará lo que os he dicho” (Jn 14,26).

Desde entonces hasta hoy el objetivo de nuestra vida y de nuestra fe consiste en hacer que la vida y la fe estén llenas de Espíritu Santo. Esto es posible sólo cuando somos capaces de percibir el soplo de Dios en los demás. Como decía un teólogo bizantino, San Máximo el Confesor, el amor del que hablan las Escrituras es la compenetración de Dios en el hombre y la recíproca compenetración de los hombres en la búsqueda de Dios.

La Sagrada Escritura es una realidad divino-humana; no es una palabra humana sobre Dios, sino que es la Palabra de Dios mismo dirigida a los hombres. Los libros y los capítulos, las revelaciones y los versos, los presagios y las profecías de la Sagrada Escritura sobre el amor no son más que el fruto de la sinergia o de la “colaboración” de los hombres con su Creador. Además, la Palabra de Dios se ve obligada en un cierto sentido a estar limitada por la capacidad del hombre para acogerla y transmitirla a los demás.

Cada hombre vive dentro de un ámbito socio-cultural concreto. Por tanto, su religiosidad estará siempre ligada al ámbito cultural que lo rodea. A su vez, también la buena noticia divina, expresándose a través de la lengua humana, asume las formas expresivas y conceptuales de una determinada cultura nacional.

El profeta no podrá transmitir a los hombres el contenido de la revelación si ésta no está ligada al contexto cultural en el que viven tanto el elegido de Dios como el destinatario de la revelación. Tal destinatario, como atestigua la historia, puede ser un grupo de hombres, un pueblo o todo el género humano. 

Antes de que la Revelación se convierta en Sagrada Escritura y patrimonio de los hombres, ésta debe formularse en una lengua nacional y descender a un contexto cultural preciso. Precisamente por este motivo la religión hunde sus raíces profundamente en la situación personal de un hombre, en el espacio geográfico de su pueblo y en el tiempo de su existencia histórica. En tal contexto la religión asume uno u otro aspecto histórico, cuyos rasgos emergen de la Iglesia terrenal.

El sentido de la existencia histórica del hombre reside precisamente en ese amor del que hablan los libros sagrados de las religiones bíblicas: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. [...] Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39).

En la capacidad de manifestar este amor la Ortodoxia ve el fin de la vida y lo llama “divinización”. San Máximo el Confesor habla de ello en estos términos: “La divinización es el principio universal y el confín de todos los tiempos, de todos los siglos, y de todo lo que hay en los siglos de los siglos”. Y después añade un pensamiento muy importante: “es también la vía de escape de lo que es limitado por naturaleza”.

La superación de los límites… es el sueño del hombre de elevarse al cielo, de sumergirse en las profundidades, de conocer todas las cosas, de saber hacer todo. En otras palabras, es el sueño de volver al paraíso perdido, donde el hombre no tenía ningún límite salvo la advertencia de lo que era la muerte.

La historia y el ejemplo de la Sagrada Familia representan la imagen de la superación de todos los obstáculos en el camino del movimiento convergente de Dios y del Hombre, el uno hacia el otro.

La vida de todos y cada uno de los miembros de la Sagrada Familia representa el amor en la manifestación más alta que pueda existir en el mundo de los hombres. Tal amor ha superado todas las dudas sobre sí y sobre el niño nacido porque no había ninguna duda sobre Dios. Tal amor ha superado las dificultades, los temores y el dolor porque confiaba en Dios y en Su amor. Tal amor se ha convertido, en sentido pleno y literal, en Amor divino, y por esto se ha revelado capaz de abrazar el mundo entero.

Permítanme recordar el nombre de un teólogo del siglo XX, Hans Urs von Balthasar. Él afirmaba que delante del hombre hay dos misterios: el misterio de la eternidad y el misterio del tiempo. El primero se nos revela por la Santa Trinidad, el segundo por la vida de la Sagrada Familia. Aquí la eternidad ha entrado en el tiempo y el tiempo ha sido llamado a la eternidad. ¡Qué palabras llenas de dolor por el mundo utiliza von Balthasar cuando dice que el tiempo, separado de la eternidad, mata! ¡Qué valiente pensamiento hay en sus palabras cuando afirma que la eternidad, separada del tiempo, no vive!

Dos mentes excelsas de la Iglesia de Oriente y Occidente, dos grandes corazones cristianos, Máximo el Confesor y Hans Urs von Baltasar, se dan la mano a través de los siglos teologizando sobre el amor y sobre la solidaridad en su sentido y en su manifestación más altos.

Nuestro Señor Jesucristo, a través de su vida terrenal, la muerte en cruz y la Resurrección después de tres días, llama al género humano a la solidaridad interior y a la unidad con el Creador. Precisamente por esto, el concepto cristiano de solidaridad humana tiene una dimensión soteriológica, sobre la que se consolida la acción eclesial en la esfera del servicio y de la responsabilidad social.

El adjetivo latino “solidus” se traduce como “sólido”. Esto nos da el derecho de afirmar que la solidez de las posiciones cristianas en el mundo depende en gran medida de cuán solidarios son los mismos cristianos unos con otros.

Podemos estar o no de acuerdo sobre las opiniones, sobre las formas de actuar y sobre la comprensión de los intereses, podemos discutir y permanecer en nuestra visión de los problemas y en nuestras posiciones para resolverlos. Pero todo esto no debe minar el fundamento a la raíz de nuestra solidez cristiana, de nuestra solidaridad interna y externa.

En el Nuevo Testamento encontramos una clara jerarquía de los principios que garantizan la solidez de nuestras posiciones cristianas en el mundo y en el tiempo terrenal: “ahora existen tres cosas: la fe, la esperanza y el amor” –atestigua el apóstol Pablo. Y de inmediato precisa: “pero la más grande todas es el amor” (1Cor 13,13).

Cada uno de nosotros se declara a favor de la justicia, pero la justicia se vuelve muy discutible y se transforma fácilmente en violencia cuando se busca consolidarla sin amor. No me refiero aquí el amor humano, que, como es sabido, se transforma fácilmente en odio. La justicia se desnaturaliza allá donde se olvida la dimensión divina del amor por el hombre.

Nosotros no podemos ser tan pacientes y benévolos como nuestro Dios. ¡Nosotros queremos afirmar siempre nuestra razón aquí y ahora! Nuestra fe, a cuyos fundamentos no renunciamos ante nadie y por ningún motivo, nos pide rechazar las mediaciones. No podemos dejar de esperar el triunfo de la justicia ya en nuestra vida terrenal, porque no somos personas terrenales y la fe y la esperanza son las más profundas propiedades de nuestros corazones humanos.

Pero sólo una de todas las dimensiones que el hombre vive es propia también de Dios: el amor. Porque el amor es más grande que la esperanza y que la fe. Yo estoy seguro de que cuando devolvamos a la vida en nuestra memoria el recuerdo más recóndito de la familia en nuestra vida, entonces veremos en ella el valor del Paraíso como la casa del Padre, el lugar de paz y de amor, el lugar del sueño, un sueño realizado y al mismo tiempo inexaurible. 

¡Que la catedral de la Sagrada Familia en esta maravillosa ciudad de Barcelona, su historia y su futuro, sean testigos de la sinceridad de nuestros esfuerzos por vivir en una única familia con Dios y con todo el género humano!

Gracias por la atención.

Filaret, Metropolita de Minsk y Sluck
Exarca patriarcal de toda Bielorrussia