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Andrea Riccardi

Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
 biografía

No es fácil convivir si somos distintos. Esta dificultad se manifiesta en varios lugares: provoca muchos sufrimientos. No obstante, hace tiempo que se proclama que todos los hombres son iguales. La Declaración de indenpendencia de Estados Unidos, que se ha reproducido una infinidad de veces, afirmaba: “Consideramos que las siguientes verdades son en sí mismas evidentes, que todos los hombres fueron creados iguales, que el Creador los dotó con algunos Derechos inajenables, que entre estos derechos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad…”.
Es una convicción que proclama la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, que afirma: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Pero si son iguales, ¿por qué es tan difícil que convivan? La proclamada igualdad parece una abstracción.
Los hombres son distintos desde el punto de vista étnico y religioso. Aunque se proclama que son iguales, se sienten diferentes. En lo más profundo de su identidad, parece muchas veces que es un destino escrito: la dificultad, a veces la imposibilidad de convivir. Muchos de nosotros, estando en Sarajevo, pensarán que aludo a la historia de Bosnia y Hercegovina. Sí, pero no solo a eso. Convivir con gente distinta, por desgracia, no es un problema limitado a esta hermosa tierra. Es un problema muy general, universal.
En muchos rincones del mundo, la violencia, que se ha adueñado de los corazones, ha creado tragedias entre los que se sentían irremediablemente distinto de los demás, porque los percibe como amenazas. La convivencia se ha convertido en un infierno. El rabino británico Jonathan Sacks escribió: “El virus del odio puede parecer adormecido durante un tiempo, pero difícilmente muere… de ese modo los amigos se convierten en enemigos, los vecinos, en contendientes". Las personas descubren que son diferentes y se odian.
¿Cómo convivir tras estos dramas? Saliendo del Memorial de las masacres de Ruanda, en Kigali, sentía en mi interior esta pregunta: “¿Cómo podrán convivir tras lo que ha pasado?”. La diversidad crea a menudo divorcios, muros, éxodos de población.
Sarajevo fue durante muchos siglos una ciudad de convivencia entre musulmanes, cristianos ortodoxos, católicos y judíos. Convivían. El Gran Muftí Ceric ha hablado de un patrimonio comú entre personas distintas. Un habitante de Sarajevo recuerda aquella convivencia:  “Hace 40 años que vivo en el mismo barrio… a dos pasos de una antigua iglesia ortodoxa y de una mezquita del siglo XVI. Y apenas salir de mi casa, llego en seguida al seminario católico. Anteas de la guerra, esta armonía, que nacía de la diferencia, estaba en la vida de cada día…”.
Al inicio del siglo XX, Sarajevo era una ciudad tranquila, cuando el mundo se fijó repentinamente en ella por el atentado que desencadenó la Primera Guerra Mundial. Entonces la historia empezó de nuevo brusca y violentamente desde Sarajevo. Muchos han escrito con razón que la historia del siglo XX está marcada por Sarajevo: aquí empezó y aquí terminó. Tres guerras terribles libradas en esta tierra (y una generación ha conocido las tres). Muy a su pesar, con mucho sufrimiento, Sarajevo se ha convertido en el símbolo de nuestro tiempo.
Sabemos que el recuerdo de los dolorosos y recientes episodios de guerra no provoca una respuesta acorde entre las comunidades de Bosnia y Hercegovina. Debemos ser honestos. Hay recuerdos diferentes. Todos marcados por el dolor. Todos sufrieron. El dolor está escrito en los corazones de muchos ancianos y adultos. El dolor de todas las madres es igual: une recuerdos distintos.
A nadie de aquí se le escapa el valor de este encuentro de hoy en Sarajevo entre personas de religiones distintas, de recuerdos distintos, pero que todas han sufrido. Todos entendemos el significado extraordinario del encuentro entre líderes y personas de Bosnia y Hercegovina: musulmanes, ortodoxos, católicos y judíos. O el valor de la visita a Sarajevo de Su Santidad el patriarca Irineo, al que saludo con respeto. Estas significativas presencias hablan de cómo las religiones no quieren ser utilizadas para sacralizar los muros entre las distintas comunidades.
El nuestro es un encuentro que es más extraordinario si cabe por la presencia de hombres y mujeres de religiones, provenientes de todo el mundo, reunidos en el espíritu de Asís. El hecho de que muchos creyentes diferentes se encuentren no corresponde a una costumbre políticamente correcta de diálogo. No estamos cansados de vivir estos encuentros de ciudad en ciudad, cada año desde 1986, porque el diálogo es crucial para construir una civilizacion verdadera en un mundo globalizado.
En Sarajevo se entiende el esfuerzo que personas diferentes deben hacer para convivir. Me acuerdo de que el cardenal Puljic, en 1993, en nuestro encuentro interreligioso de Milán, habló como testigo de una guerra entonces en curso: “¡qué difícil es pronunciar la palabra 'paz' allí donde la única palabra es el estallido de las bombas, el grito de los heridos, el tormento del hambre, la desesperación de la gente que se siente como si Dios y los hombres la hubieran abandonado!". Juan Pablo II, que había conocido la guerra y la Shoah, enseñaba: quien ha vivido la guerra da testimonio con más convicción del valor de la paz. Quien ha sufrido la guerra, entiende el valor del diálogo.
La presencia aquí de exponentes religiosos diferentes revela que, desde lo más profundo de las religiones, surge un mensaje de paz, basado en las distintas tradiciones religiosas. Cuando hijos de religiones distintas están juntos manifiestan –como una liturgia– el valor del diálogo, camino de la paz. Las religiones no sacralizan la guerra, aunque eso sucediera en el pasado. Solo la paz es santa, no la guerra.
Paz no es una palabra banal o genérica, sino íntimamente ligada a Dios mismo. Decir paz en Sarajevo adquiere un tono grave y comprometedor. Los líderes religiosos de esta tierra saben que la paz es una palabra sufrica, pero también la aspiración de su gente y, en última instancia, un don de Dios.
Juan Pablo II, desde 1986, en un mundo marcado por la guerra fría, habló del vínculo indestructible entre religiones y paz. Por eso convocó a Asís en 1986 a los líderes religiosos para orar juntos por la paz: “Tal vez nunca como ahora en la historia de la humanidad ha sido tan claro a ojos de todo el mundo el vínculo intrínseco entre una actitud auténticamente religiosa y el gran bien de la paz”. En este espíritu (ese ha sido el compromiso de la Comunidad de Sant’Egidio) hemos caminado, año tras año, desde 1986, por muchas ciudades del mundo, convencidos de que la dimensión espiritual es fundamental para eliminar la guerra, los etnicismos, los fundametnalismos y los fanatismos. La auténtica religiosidad y la paz están conectadas. Pero hay que enseñar al mundo, también físicamente, que las personas diferentes conviven.
Un compañero de nuestro camino desde 1987, el cardenal Carlo Maria Martini, desaparecido hace unos días –y dirijo a este gran maestro un pensamiento de gratitud–, decía en la clausura del encuentro de Milán de 1993:
“…del encuentro de los diferentes caminos religiosos surge una gran ayuda para moverse de manera menos cerrada sobre uno mismo, más capaz de entender la complejidad de la vida y del mundo. Así somos más capaces de buscar, juntos, las soluciones a los conflictos imposibles… No hay futuro en la guerra… No hay esperanza de que las guerras callen sin cambiar el corazón del hombre. No hay fuerza más poderosa que la debilidad de la oración”.
La oración es una fuerza humilde y poderosa. Por eso nuestros encuentros están hechos de oración. Hay un gran valor en el encuentro entre mujeres y hombres de religión, cuando se hace realidad una liturgia de la amistad y del diálogo, cuando se reza unos junto a los otros. Sí, unos junto a los otros: nunca más unos contra otros, como ha sucedido en el pasado. Convivir, pues, es la profecía y la indicación de un mundo de paz, sobre todo deslegitima el enfrentamiento étnico, de civilizaciones y de religión: crea la civilización de convivir.
En más de veinticinco años de camino en el espíritu de Asís, hemos vivido que la fuerza espiritual crea una paz verdadera. Es una fuerza débil que no tiene armas ni recursos, pero real y a su modo, poderosa. Las religiones cambian al hombre desde dentro, suscitando una actitud pacífica. Hablan a la mujer y al hombre, partiendo de la conciencia de cada uno. Un místico islámico, Jalal al Din Rumi, escribe: “la primera lucha hazla contra ti mismo, purificando tu carácter. Empieza por ti mismo". El sabio judío Martin Buber enseña: “El punto de Arquímedes a partir del cual puedo levantar el mundo es la transformación de mí mismo”. Hombres que se transforman a sí mismos cambian el mundo y sientan las bases de la paz. Eso es lo que necesita la vida de cada día y la política.
Pueblos distintos se mezclarán cada vez más. Las fronteras no detienen el movimiento de la historia, acentuado en la era de la globalización: personas diferentes se acercan y empiezan a convivir. La emigración manifiesta este movimiento de aproximación, que ha creado en Europa (y no solo) convivencias inéditas, vecinazgos impensables. Los seres humanos, impulsados por la necesidad y por la historia, van a vivir junto a otros. ¿No se crean, pues, peligrosas convivencias? ¿No están destinadas a divorcios trágicos o a conflictos permanentes? Convivir debe transformarse en un destino de paz. 
Crear ese futuro es la gran tarea de las religiones, que enseñan que a ojos de Dios os hombres son iguales y que la diversidad no borra la igualdad en la humanidad. Los hombres y las mujeres son al mismo tiempo iguales y diferentes. Las religiones lo saben y deben decirlo a la oreja de todos y al corazón de los pueblos. Nosotros lo decimos, como una caravana de humildes conocedores de lo humano. Lo decimos y lo vivimos en Sarajevo, con la ayuda de muchos amigos. Lo vivimos en la construcción europea, que nació de espíritus creyentes, y que aquí está representada por hombres de valor y de espíritu, como el presidente Van Rompuy y el presidente Monti.
Juan Crisóstomo manifestaba un sueño: “Enseñemos una vida nueva; hagamos de la tierra un cielo…"- Es un desafío para los creyentes. A través de la calidad de la vida de los hombres, la tierra puede transformarse. No los paraísos de las ideologías o de las revoluciones. De hecho las religiones enseñan a vivir aquella palabra clave que es responsabilidad: palabra persona, temible, dinámica y que suscita energías desmesuradas.
Hemos sufrido tragedias en la historia, pero hemos recorrido un largo camino, como vemos en la hermosa imagen de los creyentes aquí reunidos. Hemos empezado a conocer a los pueblos de manera más humana. Las religiones pueden ayudarnos a crecer en este conocimiento más humano. Lo decía el sabio patriarca Atenágoras, que había vivido la guerra mundial en los Balcanes:
“conocí a los eslavos. Observé a los alemanes y los austríacos. Viví… con los franceses. Todos los pueblos son buenos. Cada uno merece respeto y admiración. He visto sufrir a los hombres. Todos necesitan amor. Si son malos, es porque no han conocido el verdadero amor… Sé que hay oscuras fuerzas demoníacas que a veces se adueñan de los hombres o de los pueblos… Pero el amor de Dios es más fuerte que el infierno”.
Eso es lo que muestran las religiones. El futuro nos acercará geográficamente. Debemos prepararnos para estar cerca unos con otros espiritualmente, porque somos muy diferentes, pero muy iguales. Solo de ese modo el futuro podrá ser convivir en paz.