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Andrea Riccardi

Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
 biografía
Señor Presidente de la República Federal Alemana,
Señor Presidente de la República de Guinea-Bisáu,
Ilustres representantes de las Iglesias y de las religiones mundiales,
Queridos amigos:
 
es significativo –para mujeres y hombres de religiones diferentes, preocupados por la paz– que nos encontremos en Berlín. En esta ciudad, la historia no calla. Habla de grandes dolores, como los del conflicto mundial, los del totalitarismo, los del Holocausto o los de la guerra fría. 
Los propios deportados sabían que era fundamental recordar la guerra. Abram Cytryn era un judío que vivía en el terrible gueto de Lodz y que murió en Auschwits. Tenía alma de poeta y explica por qué empezó a escribir la historia de aquel recinto de dolor: "Viviendo en el infierno del gueto –dice– y viendo cómo mis hermanos se desangraban, decidí plasmar mi testimonio sobre papel... Quisiera que la sangre salpicara el papel para transmitir a las generaciones futuras el recuerdo de estos años despiadados".  
 
La sangre salpicada por aquellos despiadados años y la voz de los testigos consolidaron la cultura de la paz, basada en el horror de la guerra y en la conciencia del mal que los hombres pueden hacer en guerra. Esta cultura de la paz se convirtió, sobre todo en Europa oriental, en una fuerza pacífica que golpeó a la violencia del poder. 
 
El paso del tiempo, la desaparición de la generación de la guerra y de los que fueron testigos del Holocausto han llevado a olvidar el horror por la guerra. Se ha llegado incluso a rehabilitar la guerra como herramienta para resolver los conflictos o para afirmar intereses de parte. La guerra es la negación del destino común de los pueblos. Es la derrota de la política y de la humanidad. Resucita pesadillas e infiernos de la historia, que hoy son peores por la potencia de armas y tecnologías, desconocidas en el pasado.
 
Pero Berlín también dice mucho más en otro sentido. La renovada capital de la República Federal habla con fuerza de las grandes conquistas de libertad: la reunificación de Alemania, el fin de la división del mundo en bloques, la solidaridad y el valor de la democracia y la acogida a personas de otros orígenes. Aquí la herencia de la guerra duró casi medio siglo después de 1945, tan difícil para esta ciudad. Fue cancelada –lo subrayo– no con otra guerra sino con un movimiento, que fue presión pacífica de la gente (que se sacrificó a sí misma), diplomacia, diálogo y audacia. ¡La audacia del 89!
 
En un cierto sentido, 1989 en Europa dio la vuelta al paradigma de 1789, según el cual una revolución de verdad siempre se hace con violencia. Berlín explica cómo se puede hacer caer el Muro con las manos desnudas y hacer que renazca una ciudad libre y unida. Tras 1989 toda una generación esperaba un mundo más unido, pacífico y democrático. Pero algo no fue como se esperaba, quizás por la manera providencialista de creer en el proceso de globalización, tan económico.
 
La globalización de los mercados no fue acompañada de la globalización de la paz, de la democracia y del espíritu. Tensiones, contraposiciones y fracturas reaccionaron al mundo global. No voy a repasar ahora las tres décadas transcurridas. Pero la situación internacional actual está lejos de las esperanzas en la caída del Muro. Está marcada no solo por nuevos muros, sino también por ásperos conflictos. Por culturas del muro y del conflicto. 
 
Sabemos mucho del mundo contemporáneo. No nos falta información, en absoluto. Pero, como dice el filósofo coreano Byung-Chul Han, "la información por sí sola no explica el mundo". No es fácil comprender y actuar. Hay que encontrar, también el dolor. Nos llega el grito de millones de mujeres y hombres que sufren por la guerra, por las crisis que desencadena, por los desastres ecológicos, por el abandono al que son abandonados. Estos gritos explican el lado doloroso de nuestro mundo.
 
No logramos liberar a la humanidad de la guerra: en Ucrania, en África y en muchas otras partes del mundo. Guerras y crisis violentas aumentan. De algún modo, aunque creemos reaccionar o actuar, somos presos, aunque no lo digamos. Por los poderosos armamentos y las tecnologías bélicas, los conflictos a menudo se eternizan, no encuentran vía de salida, ni siquiera con la victoria de una parte. Duran y, mientras lo hacen, consumen a los pueblos, las vidas y el tejido de enteros países. Los refugiados inundan el mundo, expuestos a sufrimientos increíbles. 
 
Países poderosos, responsables de gobierno y colosos económicos se ven impotentes ante este escenario o sometidos por una lógica que muchas veces otros han puesto en marcha, sin pudor de practicar la agresión. Las guerras son como incendios: algunos los prenden irresponsablemente, pero al final nadie los controla y crecen con una fuerza propia, quemando a veces agresores y agredidos, y también terceros países. 
 
Son palabras que no se inspiran en un romanticismo pacifista, sino en la experiencia histórica de los conflictos del siglo pasado y de este, en el encuentro con las heridas de los pueblos, en la acogida de los refugiados, verdaderos testigos y embajadores del dolor de la guerra. 
En cuanto mujeres y hombres de religión, hace años que nos movemos en la difícil cresta entre la guerra y las esperanzas de paz. Dimos los primeros pasos en Asís, en tiempo de guerra fría, en 1986, cuando Juan Pablo II convocó a las religiones para rezar por la paz. El 1 de septiembre de 1989, cuando se cumplían cincuenta años del inicio de la Segunda Guerra Mundial, estuvimos en Varsovia, mientras el Muro parecía que todavía resistía, para proclamar juntos como creyentes del Este y de Occidente, del Sur: War Never again! ¡Nunca más una guerra así! ¡Basta con las consecuencias de la guerra mundial!
De año en año hemos ido siguiendo los conflictos, hemos buscado vías de paz (y en algunos países las hemos encontrado), hemos trabajado por la cultura del diálogo y del encuentro, conscientes de que la paz está en el fondo de las grandes tradiciones religiosas. El año pasado, hablando a los líderes religiosos reunidos en Roma en el espíritu de Asís, el papa Francisco dijo: "Aquí se oye la voz de los sin voz; aquí se funda la esperanza de los pequeños y de los pobres: en Dios, cuyo nombre es Paz". Las religiones no pueden no escuchar la voz de los sin voz y convertirse en su voz.
 
La historia de las religiones no siempre ha sido la expresión de esta paz, aunque en estos años grandes figuras espirituales, gente de diálogo, audaces e impacientes mediadores, sabios, nos han acompañado. No hemos dejado, año tras año, de reunirnos, de ciudad en ciudad, para invocar la paz, a pesar de las diferencias en nuestras tradiciones religiosas, para evitar que el sueño de paz sea enterrado. No lo es, porque está escrito en las fibras profundas del ser humano, en lo profundo de la fe de los cristianos, en los deseos de los desesperados.
 
Doy las gracias a cuantos hoy se unen a este encuentro de diálogo, de paz y de oración. Nuestros puntos de vista no deben ser coincidentes, ni tampoco nuestras lecturas de la realidad compleja de nuestro tiempo: ¡no es eso, lo que importa! Pero sí hay un punto decisivo que encontramos en el título de nuestro encuentro, la audacia de la paz. En esta difícil situación, ya no basta la prudencia, por más que sea necesaria, ya no basta el realismo o la lealtad, por más que sean decisivos: hace falta la audacia de la paz, que nos lleva más allá del muro de lo imposible frente al que nos hemos parado. 
 
Un hombre que ha dedicado su vida a las Escrituras, Walter Brueggemann, escribe: frente a la guerra "nos cuesta creer que pueda abrirse una realidad nueva. El futuro parece cansado, atroz, réplica del pasado". 
 
Audacia de la paz significa creer que existe una alternativa. Que hay que invertir más en el diálogo y en la diplomacia, en el encuentro para soluciones justas y pacíficas. Hablar de paz no es inteligencia con el agresor o malvender la libertad ajena, sino conciencia profunda y realista del mal de la guerra sobre los pueblos. Audacia de la paz, que es perseguir visiones alternativas sin resignarse a las vías obligadas de la realidad. Audacia de la paz, para los que somos creyentes, es invocación de la paz y confianza en Dios, que tiene planes de paz que guían la historia.
 
Decía Václav Havel, un hombre que llevó a su país a la libertad: "la política no puede ser solo el arte de lo posible, es decir, de la especulación, del cálculo, de la intriga, de los acuerdos secretos y de los timos utilitaristas, sino que más bien debe ser el arte de lo imposible, es decir el arte de hacerse mejor a uno mismo y al mundo". 
 
Los recursos espirituales, los del humanismo, participar en el dolor de muchos por la guerra, genera audacia para una paz verdadera, justa, que ya no se puede negar a muchos pueblos.