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Andrea Riccardi

Historiador, Fundador de la Comunidad de Sant'Egidio
 biografía
Bolonia, donde nos encontrarnos hoy, siempre ha sido sensible a la paz y al diálogo (y pienso en los años sesenta y en el cardenal Lercaro). Por eso es un lugar adecuado para nosotros. Doy las gracias por la invitación del arzobispo, monseñor Matteo Zuppi, hombre de paz, pacificador en tierras de guerra, además de ser para mí un hermano. Bolonia es una gran ocasión y llega en un momento delicado para continuar el hilo jamás interrumpido del diálogo, que Juan Pablo II empezó en Asís en octubre de 1986, en tiempo de guerra fría: un diálogo que ha pasado por escenarios distintos, difíciles, belicosos, hostiles, pero también por inesperadas paces. 
 
Muchos de los presentes, líderes, mujeres y hombres creyentes, han sido sus actores y protagonistas. Muchos se sienten unidos a este evento porque sienten la unión profunda entre una actitud espiritual, la oración y el diálogo. Recuerdo solo al obispo copto Amba Epifanio, hombre humilde y de diálogo, asesinado hace unos meses en un acto violento en Egipto y amigo de estos encuentros nuestros. Espiritualidad y diálogo no son solo para los religiosos, sino que interesan a los no creyentes, como escribía Abraham Yehoshua: "aunque no creo en Dios, su presencia en la mente de muchísimos seres humanos me afecta y me interesa".
 
Después de 1989 la guerra fría, el muro y el equilibrio de terror parecían arrollados por la euforia de la globalización, como si esta fuera una providencia que lo llevaba todo hacia el desarrollo y la armonía. Todo –desde la economía hasta las finanzas o los medios de comunicación– se unificaba, abriendo así la belle époque global. Se olvidaba negociar con la globalización vencedora. Junto al gigante de la economía globalizada, faltó una unificación espiritual que debía llevarse a cabo en el diálogo. Los mundos espirituales muchas veces permanecieron en sus horizontes tradicionales de ayer. A menudo las religiones no percibieron la globalización como aventura del espíritu, aunque vivían encuentros inéditos y muchos horizontes problemáticos. Juan Pablo II, hombre con visión de futuro, lo intuyó en Asís en 1986.
 
En cambio, algunos sectores religiosos se han asociado a las resistencias a la globalización, sacralizando identidades fundamentalistas, contrapuestas, en ocasiones terroristas, distanciándose de su bagaje histórico-cultural. El diálogo, arte antiguo y también religioso, ha quedado arrinconado para enfrentarse, hablarse rápido y de manera antagonista. Se han legitimado la guerra de religión o la violencia religiosa.
 
El mundo global no ha traído la paz, y ha producido guerras horribles, como en Siria, donde el conflicto dura desde 2011 (saludo al patriarca Efrén). Hoy el mundo global, una vez terminado el optimismo de belle époque, se caracteriza por divisiones, muros y antagonismos. Muchos miedos pueblan el corazón de gente que busca tranquilidad, incluso contraponiéndose como una tribu contra otra tribu enemiga.
 
La gente tiene miedo en todas las latitudes. Y a pesar de eso, en el norte del mundo nunca hemos visto tiempos más seguros. Zygmunt Bauman, que participó en nuestros encuentros, escribió: "La generación mejor equipada tecnológicamente de la historia humana –la nuestra– es también... la que está afligida como ninguna otra por sensaciones de inseguridad y de impotencia". Vivimos el "miedo de la historia" –decía Mircea Eliade– que hace que multipliquemos las defensas, que fortifiquemos las identidades y los espacios, que ataquemos, que hablemos con dureza. 
 
También las religiones corren el peligro de sentirse atraídas por obras de fortificación de su espacio y de su identidad, a merced de nacionalismos o antagonismos. La autorreferencialidad de las religiones, cerradas en sus recintos, significa que el espíritu está dormido. Eso sucede mientras entran en crisis los proyectos de unidad o de comunidad entre los pueblos; se han atenuado las tensiones unitivas entre las comunidades religiosas. Se afirma la prevalencia realista del yo o del nosotros circunscrito. 
 
En estos años, el Espíritu de Asís, contra corriente, ha sido un llamamiento puntual a encontrarse, ha desenmascarado el fanatismo, afirmando que la guerra en nombre de la religión es guerra contra la religión. El espíritu de Asís llama a salir de los muros. ¿Es útil en este mundo belicoso? En realidad los enfrentamientos verbales sientan las premisas de antagonismos reales; se cargan los arsenales mientras se hacen discursos amenazadores. Ninguna hegemonía mantiene unido un mundo fragmentado y complejo. La gobernanza mundial está lejos. 
 
No obstante, hace falta una visión global y ecuménica para vivir, respirar, hacer la paz y estar en paz: es la conciencia de que todos –mujeres y hombres, pueblos– formamos una única familia. Las religiones, en un mundo asustado, dividido y enfadado, son un viento sereno que alimenta la conciencia del destino común entre los  pueblos. Enseñan que los hombres realizan un gran viaje hacia un destino común. Lo dicen de muchas maneras y en varias lenguas espirituales. Es una conciencia básica, sencilla como el pan y necesaria como el agua, sólida y tranquilizadora. 
 
Un destino común en la diversidad: "Todos parientes, todos diferentes", decía la antropóloga Germaine Tillion, que se salvó del campo de concentración nazi tras soportar grandes sufrimientos. Por desgracia, a veces la conciencia de común humanidad se pierde en el entresijo de los odios y los intereses, en las distancias, en las tortuosidades cotidianas, en las propagandas vociferadas, en los fanatismos, en las lógicas del odio. No se reconoce la humanidad del otro. Resurgen desprecios antiguos recién barnizados, como los nacionalismos que parecían enterrados o los discursos sobre la raza.
 
Kapuscinski, con la experiencia del viajante de mundos, escribe: «Cada vez que el hombre se ha encontrado con el otro, siempre ha tenido ante sí tres opciones: declararle la guerra, aislarse detrás de un muro o establecer un diálogo». Por eso hay que reanimar el arte del diálogo para consolidar el sentimiento del destino común, camino y base de la paz y de la convivencia. El arte del diálogo es hablar de manera verdadera y pacífica, se alimenta de encuentros, es no agredirse utilizando las palabras como armas: acerca, pone de manifiesto lo que es común y respeta. El arte del diálogo –insiste Bauman– es "algo con lo que debe confrontarse la humanidad más que con cualquier otra cosa, porque la alternativa es demasiado horrible...". ¡La alternativa es la guerra o un mundo oscuro de odio! Aquel mundo, que no conoce las guerras desde hace años (y mira desde lejos las guerras ajenas), ya no tiene la fina sensibilidad de entender cómo, en pocos pasos, se puede caer en el pérfido túnel del conflicto. ¡Hay que volver a vigilar! 
 
Con el diálogo se recomponen los fragmentos del mundo, átomos peligrosos y puentes rotos. Un espiritual del siglo XX, Pablo VI, que ha sido canonizado hoy, afirmaba: "El origen trascendente del diálogo... es la intención misma de Dios. La religión es por naturaleza una relación entre Dios y el hombre. La oración manifiesta en el diálogo dicha relación". El hombre religioso es quien dialoga. 
 
Las religiones, en su sabiduría milenaria, con el fermento de la oración y del contacto con el sufrimiento de los hombres, son laboratorios de humanidad. Son organismos vivos: recogen los anhelos del hombre y la mujer. No ideologías, sino comunidades enraizadas en las tierras, cercanas al dolor, a la alegría y al sudor de las personas, capaces de acoger su respiro. He visto la oración de muchos desesperados en lugares de dolor o en los viajes terribles de los refugiados. 
 
Desde el fondo de su tradición, por caminos distintos, las religiones educan al diálogo como trascendencia de uno mismo en la oración que se abre al encuentro. No obstante, los nuevos fundamentalismos quieren despojar a las religiones del lazo profundo y estratificado con la cultura, desculturarlas para reducirlas a armas contundentes o a ideologías. Pero las religiones son también culturas estratificadas de pueblos: combaten la ignorancia, incluso cuando se la quiere hacer pasar por santa, las simplificaciones fanáticas, recordando la común humanidad que quiere Dios. Un gran compañero de nuestro camino decía hace muchos años: 
 
"Cada religión, cuando expresa lo mejor de sí misma tiende a la paz. Sabemos que la religión misma es una fuerza débil. Es ajena a las armas, al dinero, al poder político... Pero tiene la fuerza del espíritu que puede hacerla fuerte, invencible y finalmente victoriosa".
 
Por eso es muy oportuna la referencia a convertirse en mujeres y hombres interiores, que hacía monseñor Zuppi. Lo necesitamos todos y lo necesita el mundo. Un hombre de Dios, Giuseppe Dossetti, afirmaba hace años aquí en Bolonia: "El punto de partida indispensable hoy creo que es declarar y perseguir lealmente –en medio de tanta bacanal del exterior– la absoluta primacía de la interioridad, del hombre interior".
 
Las religiones pueden dar nueva vida a las obras de la unidad de la familia humana, nueva fuerza a las tensiones unitivas, proponer una lengua pacífica. Este es el sentido de nuestro encuentro. 
 
"Las religiones, hoy más que en el pasado, deben comprender su responsabilidad de trabajar por la unidad de la familia humana", decía Juan Pablo II.  Religiones y culturas pueden dar nueva vida a esta conciencia vital, que todos debemos difundir, en la predicación y en la educación. No es algo académico, sino algo sencillo como la fe: "Sed sencillos con inteligencia", enseñaba el gran Juan Crisóstomo.
 
Doy las gracias a Bolonia que acoge este encuentro. Doy las gracias a los muchos voluntarios que han participado en la organización de este congreso con generosidad. Doy las gracias a todos los que se han hecho partícipes del diálogo y de la oración: es la señal de un horizonte común de unidad en el que brillan luces distintas. Un compañero de nuestro camino desde 1987, el cardenal Carlo Martini, que nos dejó hace años –un nombre bendito–, cerraba el encuentro de Milán de 1993 con estas palabras: 
 
"...del encuentro de los distintos itinerarios religiosos sale una gran ayuda para moverse de manera menos cerrada en uno mismo, más capaz de entender la complejidad de la vida y del mundo. Así, somos más capaces de buscar, juntos, las soluciones a los conflictos imposibles... No hay futuro en la guerra... No hay esperanza de que las guerras callen si no cambiamos el corazón del hombre. No hay fuerza más poderosa que la debilidad de la oración".
 
La oración unos junto a otros, sin negar las diferencias, el diálogo y el encuentro, como aquí en Bolonia, manifiestan que el futuro vive en el lazo entre los humildes buscadores de paz, allí donde se pueda hacer realidad; que la paz es posible y está en lo más hondo de cada religión, porque es el hermoso nombre de Dios. 
 
No nos podemos doblegar al realismo rápido de las noticias, que a veces son malas o falsas, dejándonos atrapar por el pesimismo, por la emotividad o por el sentimiento de irrelevancia ante una confusión o un mal opresores. El pesimismo es un consejero de muerte. El hombre y la mujer de oración saben que el mundo no está en manos del mal, sino que será liberado porque Dios no lo ha abandonado. Construir puentes de paz, incluso ante corrientes contrarias, no resignarnos a los muros y a los abismos, significan creer que mucho, que todo puede cambiar.
 
Quisiera terminar con las palabras del papa Francisco en el treinta aniversario de Asís:
 
"Aquí, nosotros, unidos y en paz, creemos y esperamos en un mundo fraterno... Nuestro futuro es el de vivir juntos. Por eso, estamos llamados a liberarnos de las pesadas cargas de la desconfianza, de los fundamentalismos y del odio. Que los creyentes sean artesanos de paz invocando a Dios y trabajando por los hombres. Y nosotros, como Responsables religiosos, estamos llamados a ser sólidos puentes de diálogo, mediadores creativos de paz".